El claro, inmóvil como un reloj roto, parecía una esfera suspendida en el tiempo; sus sombras alargándose como agujas atrapadas en un compás sin dueño. Los árboles, altos y encorvados, como testigos y juzgados por los secretos no dichos, temblaban por una inquietud que parecía brotar de su propia voluntad.
Como si el claro la evaluara. Sintió su pecho contraerse en una mezcla de miedo y expectación, mientras cada sombra parecía contener el impulso de moverse. El recuerdo de su padre apareció en su mente, creando amaneceres dentro de ella: La libertad no es fácil, pero es el único camino. Llevó la mano al pecho, buscando el lugar que él había señalado como el motor de esa fuerza. No te detengas, pensó, buscando convencerse. Sabía que debía honrar sus enseñanzas.
Con un esfuerzo deliberado, dio un paso adelante. Las sombras parecieron moverse, aunque no estaba segura de si era su imaginación o el claro reaccionando a su presencia. Frente a ella, un árbol torcido captó su atención. Sus contornos se distorsionaban al mirarlo demasiado, como si la madera luchara por mantener su forma. Un crujido seco, breve, resonó cerca de sus pies. Liberty sintió un nudo en el pecho: ¿quién más la observaba desde la penumbra?
Por un instante, su determinación vaciló mientras su mirada oscilaba entre los árboles, preguntándose si el bosque podía sentirla tanto como ella lo sentía a él. En medio de esa duda, algo profundo se alzó en su interior: una fuerza que parecía impulsarla hacia adelante. Inspiró profundamente, dejando que el miedo se deslizara junto con el aire que expulsaba. Con esa valentía, nacida de la duda misma, se plantó frente al árbol más cercano y habló con firmeza:
—Buena tarde tenga usted, señor árbol. ¿Podría decirme en qué lugar me encuentro?
Los árboles, al escucharla, cerraron los ojos al unísono, como si este gesto pudiera protegerlos de aquello que aquella niña traía consigo. Entre todos, un algarrobo marchito y encorvado destacó, apretando los ojos con tal fuerza que comenzó a temblar, como si sus palabras lo hubieran atravesado.
—Buena tarde tenga usted, señor árbol —repitió Liberty con firmeza.
El algarrobo suspiró, incapaz de ignorarla más, y su voz arrastró una tristeza antigua como su savia.
—Si el Tragafuegos escucha… —murmuró, y su voz pareció rasgar la quietud del claro, como si el mismo aire temblara bajo la mención de aquel nombre.
El árbol miró a su alrededor con inquietud, sus ramas encorvándose ligeramente, como si intentara ocultarse de una mirada invisible, antes de continuar:
—¿Quién eres tú? ¿Qué buscas aquí?
Liberty se inclinó un poco hacia él, su voz cargada de una amabilidad que desafiaba la hostilidad del lugar.
—Mi nombre es Liberty. ¿Y el suyo?
—Pedro —respondió tras una pausa tensa—. Pero eso no importa. ¿Estás perdida? ¿O has venido para dañarnos con tus ideas?
Liberty se sorprendió ante la acusación. ¿Cómo se puede dañar con ideas?, pensó, recordando las enseñanzas de su padre. Él siempre había hablado de la libertad como algo que no solo se comprendía, sino que se vivía: un derecho intrínseco que debía defenderse sin titubeos. Pero aquí, rodeada de sombras y voces temerosas, aquellas palabras parecían desmoronarse, como si su convicción no fuera suficiente para sostenerlas.
¿Cómo se defiende algo que no puedes explicar? La pregunta taladró su mente, haciendo que su pecho ardiera. La certeza de lo aprendido se mezclaba con la inseguridad del para qué. Había creído entender lo que significaba la libertad, pero este lugar le exigía más que conocimiento: le exigía respuestas que aún no tenía.
—No sé cómo llegué aquí, pero no fue mi intención molestar a nadie. —Un leve rubor cruzó sus mejillas, como si se sintiera fuera de lugar en medio de aquel juicio.
Pedro bajó la mirada, y una grieta ligera recorrió su tronco, como si las palabras hubieran abierto una herida antigua.
—Te encuentras en el reino de los cubos, la tierra del Tragasueños. Deberías esconderte antes de que te vea el Tragafuegos.
Un murmullo recorrió el bosque, profundo y vibrante, como si las raíces compartieran un mensaje urgente. No era un sonido natural, sino una advertencia que parecía brotar de la memoria de la tierra.
—¿Por qué debo temerle al Tragafuegos? —preguntó Liberty, ladeando la cabeza con curiosidad—. ¿Acaso aquí no existe la ley para proteger a quienes son inocentes?
Pedro alzó la mirada por un instante, y sus hojas se agitaron por la fuerza de una idea. Alrededor de él, raíces arrancadas asomaban entre la tierra, y fragmentos de madera quemada marcaban el suelo como cicatrices de un pasado herido. La valentía de Liberty parecía contrastar con su resignación y, por un momento, sus ojos se detuvieron en los restos carbonizados, en sus propias cicatrices, reviviendo dolores antiguos. Cuando habló, su voz era apenas audible:
—No debemos hablar de eso. Aquí, los intereses individuales no tienen importancia. Solo cuentan los intereses de la revolución.
El bosque enmudeció, como si cada hoja se negara a moverse, temiendo ser arrancada por una fuerza invisible. Pedro bajó la mirada, encorvado por sus palabras, y agregó, sin atreverse a enfrentar los ojos de Liberty:
—El Tragafuegos… no escucha razones. Solo entiende el silencio y la obediencia. Es el guardián designado por el Tragasueños y, cuando alguien cuestiona el orden, es quien los reduce a cenizas para salvarnos de nosotros mismos.
Una vibración sorda recorrió el suelo, como si las raíces susurraran entre ellas al oír aquel nombre. El aire parecía volverse más denso, cargado de un peligro inminente.
—Así es como sobrevivimos: bajo la protección de la revolución.
Liberty apretó los puños al escuchar esas palabras. Una chispa ardía en su interior, una fuerza que se negaba a ser contenida.
—¿Revolución? —repitió, su voz más baja pero firme. Sus ojos buscaron algo más allá de la mirada de Pedro, como si intentara ver detrás de la máscara de resignación—. Opinar y criticar lo injusto no es solo posible: es una obligación. Si no lo hacemos, ¿quién lo hará?
Las preguntas de Liberty exigían respuestas. Pedro vaciló; su tronco se tensó bajo el peso de lo no dicho. Buscó apoyo en los otros árboles, pero ellos, encorvados por su resignación, permanecieron inmóviles. Un suspiro escapó de su interior y, cuando habló, su voz cargaba una tristeza antigua:
—La revolución… es el sentido del momento histórico. Es cambiar todo lo que debe ser cambiado. Es igualdad y libertad plena. Es tratar a todos como iguales, desafiar fuerzas internas y externas…
Mientras repetía aquellas palabras grabadas en su interior, su voz se tornó mecánica, desprovista de vida, como si fuera una máquina rota repitiendo las mismas frases una y otra vez.
Liberty inclinó ligeramente la cabeza, escuchando no solo las palabras, sino el vacío detrás de ellas. Algo en su interior, visceral y ardiente, le gritaba que la libertad no era algo que necesitara justificarse ni medirse en argumentos. Era un latido constante en su pecho, una llama que desafiaba razones o conveniencias. Miró a Pedro, y en su rostro no vio más que dolor, uno que no solo le pertenecía, sino que parecía brotar del bosque entero.
¿Cómo pueden vivir aceptando esto?, pensó, pero la pregunta no iba dirigida a ellos, sino a sí misma. Y en ese instante lo supo: no importaba cuánto miedo encontrara en su camino, debía dar voz a lo que su corazón ya sabía que era verdad.
—Lo que dices me confunde, Pedro. Hablas de libertad plena, pero ¿cómo puede florecer si se arranca la raíz de aquello que nos hace diferentes? Las diferencias no son cadenas; son lianas que nos muestran cómo crecer juntos.
Pedro quedó mudo. Sus ramas se inclinaron, como si buscaran apoyo, pero ningún árbol a su alrededor parecía dispuesto a ofrecérselo. En un susurro que apenas podía escucharse, confesó:
—Nunca me lo he preguntado. El comandante nos dijo lo que es la revolución y nosotros no debemos cuestionarlo.
¿Cómo puede alguien decir que una sola voz es todo un pueblo? Pensaba en las palabras de su padre: "La libertad es un latido, no un mandato." Pero aquí, su corazón oscilaba, atrapado entre el impulso de hablar y el peso del silencio. Si la libertad realmente estaba dentro de cada uno, ¿por qué sentía esta carga tan inmensa? Tal vez ser libre no era solo quererlo, sino demostrarlo, especialmente cuando todo a su alrededor parecía suplicar lo contrario.
El viejo Roble, hasta entonces inmóvil, agitó sus ramas violentamente y gritó:
—¡Silencia a la niña!
El bosque pareció estremecerse, como si cada hoja susurrara en desacuerdo consigo misma. Liberty dio un paso al frente, sintiendo cómo el juicio del bosque se volvía una presión tangible, clavándose en su piel. No era solo el Roble; era la voluntad del lugar entero que parecía debatir si aceptarla o rechazarla.
—No vine aquí por elección —dijo, su voz pequeña pero firme frente al juicio que parecía aplastarla—. Pero ahora que estoy aquí, no puedo quedarme callada. Tal vez no tenga todas las respuestas, pero no puedo ignorar lo que veo. Hay algo más allá de este miedo y quiero encontrarlo.
El claro pareció contener el aliento. Un ciprés joven se estremeció y, aunque intentó hablar, la mirada severa del Roble lo hizo retroceder.
Liberty no se inmutó. Dio un paso al frente, su voz clara y firme:
—¿Nunca lo has cuestionado? ¿Ni siquiera cuando algo dentro de ti te dice que no tiene sentido? ¿No somos libres para pensar y decidir por nosotros mismos?
La pregunta de Liberty golpeó algo dentro de Pedro. Una grieta invisible pareció recorrer su tronco y, de repente, un recuerdo lo atravesó: un rostro humano a contraluz, su madre tocando el relicario que adornaba su garganta mientras cantaba su canción. La melodía se desvaneció y, con ella, el rostro. Solo quedó la luz y un silencio que dolía.
—No me lo he permitido —murmuró con una tristeza que parecía tan antigua como sus raíces—. Aquí no se cuestiona al comandante. Él es la verdad.
Él es el pueblo.
El claro se volvió opresivo. Los árboles, inmóviles, parecían contener sus propios pensamientos, como si temieran la respuesta que estaba por llegar. Liberty miró a Pedro, sus ojos reflejando una mezcla de compasión y firmeza.
—Si alguien se cree con el derecho de decidir por todos, de dictar la vida y los sueños de un pueblo, ¿no significa eso que se ha puesto por encima del pueblo mismo? ¿Qué es más importante: obedecer a un líder o vivir con dignidad?
El bosque entero parecía escuchar. Los árboles, antes inmóviles, ahora se movían de forma inquieta, sus ramas chocando entre sí como un roce desesperado, como si las palabras de Liberty hubieran alcanzado raíces profundas. Era como si su condición de sometimiento exigiera ser impuesta a todo lo vivo, incapaces de aceptar lo que ella representaba.
Pedro parecía encogerse ante sus palabras. Su tronco se tensó, emitiendo un crujido áspero, como si en su interior se librara una batalla.
—No siempre fue así… —susurró con tono melancólico—. Recuerdo cuando era humano, cuando mi voz era libre y mis manos podían crear. Pero mis palabras… —hizo una pausa, como si cada sílaba le abriera grietas— eran demasiado fuertes. Mis logros ofendían a quienes no podían alcanzarlos.
Nuestras desigualdades naturales se convirtieron en un riesgo intolerable para la revolución.
Mientras hablaba, hojas marchitas comenzaron a caer de sus ramas, girando lentamente, como si el aire las despojara de secretos. Liberty las observó en su descenso, cada una llevando consigo un pedazo de la historia de Pedro, antes de posarse suavemente sobre la tierra como un rastro de su dolor.
—¡Me rompieron! —exclamó de repente, su voz quebrándose entre furia y desesperación—. ¡Me transformaron en esto que ves, para que nadie fuera menos! ¿Acaso es justo que algunos nazcan con privilegios mientras otros viven en la indignidad?
Sus palabras atravesaron el claro con una fuerza cruda y, aunque los demás árboles permanecieron en silencio, sus posturas reflejaban una aprobación resignada. Liberty, sin embargo, dio un paso adelante, mirando directamente al algarrobo.
Las palabras de Pedro la golpearon. Parpadeó, dejando que la confesión se transformara en una pregunta:
—¿Privilegios? —repitió Liberty, su voz suave, mezclada de incredulidad y compasión—. ¿Qué significa eso para ti?
Pedro vaciló. Su mirada descendió lentamente, como si buscara respuestas en el suelo que lo sostenía.
—Algunos nacen con la dignidad de sus virtudes, con el privilegio que no nacen otros… —arrastró sus palabras, más para sí mismo que para Liberty—. A veces parece que algunos solo existimos para mirar.
Liberty dejó que las palabras de Pedro respiraran y aprovechó para hacerlo ella. Llevó una mano a su pecho, como si buscara en su interior la respuesta que él necesitaba escuchar. Sus ojos se encontraron con los de Pedro y, por un instante, vaciló. ¿Serán mis palabras suficientes para atravesar el muro de resignación que lo aprisiona? Inspiró profundamente y continuó:
—La dignidad no está en lo que hacemos mejor que otros, Pedro. Está en lo que somos, en lo que nos permite alzar la cabeza —su voz tembló ligeramente—, especialmente cuando intentan que no lo hagamos.
El bosque reaccionó a esas palabras, como si el sufrimiento de Pedro se extendiera, soterrado en una historia de complicidades. Pedro bajó la mirada, pero Liberty no se detuvo.
—No tienes que ser más fuerte, más rápido o más sabio para ser digno. Eres suficiente porque eres tú. Y nuestras diferencias… no son cadenas, Pedro. Son ramas que se entrelazan, ayudándonos a crecer juntos.
Pedro contrajo su expresión, como si algo en su interior se rompiera o despertara.
—No es tan simple… —respondió con voz temblorosa, las palabras arrastrándose como hojas secas en el viento—. Nos dijeron que era por nuestro bien, por el bien común, que solo así podríamos ser iguales.
Liberty observó su quiebre. Sus palabras habían causado algo, aunque no sabía exactamente qué.
No quiero que me temas, pensó, pero en su mirada percibió un miedo más profundo: no dirigido hacia ella, sino nacido del simple hecho de pensar.
La quietud del bosque y las palabras entrecortadas de Pedro parecían confirmar que este lugar estaba gobernado por un juicio constante, una amenaza que los mantenía encadenados. Liberty no entendía del todo qué los sometía, pero podía sentirlo, agazapado en el filo de sus miradas. Dio un paso hacia él, buscando que su voz llevara algo más que palabras: quería transmitir la esperanza capaz de alivianar aquella carga invisible.
—¿Igualdad? —susurró, mientras sostenía su mirada—. No puedo entender cómo ser igual significa no ser yo.
Pedro no respondió de inmediato. Sus raíces parecían hundirse aún más en la tierra, como si buscaran anclarse contra las palabras de Liberty. Adolorido, levantó la mirada:
—¿Y qué pasa con los que no tienen la misma suerte? ¿No necesitan ayuda? La niña sonrió, y su expresión irradiaba una calidez que envolvía al algarrobo.
—Claro que necesitan ayuda, Pedro. Pero la ayuda no debe ser una obligación, sino un acto de voluntad. La solidaridad nace del corazón, no de un mandato. Si todo lo hacemos por imposición, ¿qué queda de nuestra humanidad?
Aquellas palabras abrían un camino en Pedro, uno donde algo olvidado empezaba a respirar de nuevo. Su cuerpo, encorvado por el peso de la resignación, comenzó a alzarse tímidamente hacia el cielo. Un crujido leve recorrió el bosque, como si las raíces intercambiaran mensajes: algo estaba cambiando.
Liberty apartó la mirada de Pedro. Pensando en el mundo que había dejado atrás: los niños persiguiendo pelotas, las risas ligeras que llenaban el aire, la promesa sencilla de una tarde cualquiera. Allí, todo parecía brillar con la ilusión de la normalidad. Aquí, la revolución no solo había transformado vidas; las había despojado de su esencia, moldeándolas en formas que se negaban a crecer.
Mientras las palabras de Pedro sobre obediencia, Tragafuegos y cenizas seguían presentes en su mente, Liberty sintió que el bosque esperaba algo de ella. Supo que enfrentarse a lo desconocido no era solo inevitable, sino necesario. Su pecho ardía con la certeza de que la libertad que había aprendido a defender debía encenderse en este nuevo mundo, sin importar cuán oscuras fueran las sombras que se alzaran contra ella.